Su silencio tenía mucho de reflexión.
Ensimismándose en su música, como un dios,
lograba arrancar notas de una hermosura
tan blanca y tan maravillosa
a los sentidos
que dibujaba mariposas
llenas de flores y fragancias.
En las horas altas de la inspiración
era torbellino terrible, caudal imparable,
fluir de corrientes purísimas…
Un cuerpo cualquiera para un espíritu
sin parangón ni medida, inigualable
en su ser y en su existir.
La poesía de sus más acabadas obras,
eran deleite para las emociones, miel sabrosísima,
palpitar de linfas formidables…
Cuando el músico siente que él mismo
se convierte en expresión de la vida,
y su trabajo genial, como una paloma batiente,
late en lo más hondo del pecho
avivando la existencia
con su piafar de mundos.
El maleficio de su amor sobre la partitura,
la clara voz de sus profundidades
plasmada en el pentagrama,
el enigma incomprensible de su fantasía…
¿Qué abismos, qué final sin fondo,
en su alma auroral? ¿Cuánto vértigo
para los sentidos acostumbrados
a la mediocridad?
Rompiste el canon, supusiste un antes
y un después para el arte, produjiste
una música de amaneceres inefables,
plena en intensidad y dulzura.
Fuiste coloso en tu tiempo,
incomparable rosa del mediodía,
jardín de belleza inagotable,
manantial purísimo de cristal inmarchitable.
Caerá el cielo, y todas las estrellas
se apagarán, y se acabará su luz,
mas tú, oh genio indiscutible,
pervivirás allende las edades del mundo.
Porque estremeciste el mundo
con tu embriaguez; porque tu reino
sí era el de la música más irrepetible;
porque mostraste a la vida
toda su pujanza y rivalizaste
con los centauros del fuego eterno.